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Mensaje por Henrietta Schmidt Mar Mar 14, 2017 5:36 pm

Zhangzhou, Región de Henan, China.
Jueves 20:00

Difícilmente hubiera adivinado que su primer viaje a Asia sería por trabajo. Sin embargo, si lo pensaba detenidamente, ¿qué otro motivo tendría para visitar China? No se le había perdido nada en aquel enorme y abarrotado país y jamás se le hubiera ocurrido ir allí de no ser por la octavilla de papel que se había encontrado pinchada en el tablón de misiones del Shibusen cuando iba a una de sus clases. Y en un principio, si se había fijado en ella había sido porque estaba demasiado inclinada hacia la derecha, en comparación con el resto de papeles. Un motivo absurdo para que algo tan terrible se filtrara por primera vez entre el resto de sus pensamientos… Pero no siempre podía elegir la lógica de sus propio razonar.

Caminaba en silencio, tratando de escuchar más allá de los escasos ruidos que ocasionalmente surcaban la calle. A pesar de que no había terminado de anochecer y todavía quedaban algo de luz diurna que iluminaba pobremente el camino, los viandantes habían empezado a desaparecer hacía rato, como si temieran que les engullera la noche.

Estimó que en una media hora, todo el lugar estaría vacío, a excepción de algún insensato. Y ella, que trataba de no considerarse a sí misma insensata. Esperaba una cierta tranquilidad y poder, si tenía suerte y se daba la suficiente prisa, evitar nuevos incidentes. Ya puestos, esperaba que, para variar, la suerte estuviera con ella. Ladeó la cabeza cuando se terminó de desvanecer la luz del cielo. Y suspiró.

Al menos, la Luna la estaba sonriendo.

Una hora después, la shinigami continuaba su lúgubre ronda a la espera de que sucediera algo. ¿Cómo podía ser que un asesino con martillos como manos pudiera ser tan sutil? ...Y fue suficiente con pensarlo para que a ella llegara el primer grito. ¿Importa realmente lo que dijera aquella voz? La shinigami no necesitaba saber mandarín, o cantonés, o el dialecto que se hablara en aquel lugar para distinguir un chillido de auxilio.

Corrió, siguiendo el camino que le marcaban los gritos, cargando su glock 22 al mismo tiempo que callejeaba a una velocidad que, en cualquier otra situación, hubiera considerado muy lejos de sus habilidades. La coleta que se había hecho le golpeaba la espalda cada dos por tres y aleatorias gotas de sudor perlaban su frente. Miedo, furia y excitación teñían los pensamientos de la joven quien, a pesar de todo, portaba un semblante casi tranquilo.

Apenas le vio, lanzó el primer disparo de advertencia. Al pulmón, porque tal y como se movía y estando de espaldas no sólo hubiera sido complicado acertar en la cabeza, sino que también hubiera puesto en riesgo a la humana que, de alguna manera, estaba sujetando con ambos mazos. Henrietta hubiera jurado que al soltarla la joven asiática caería al suelo hecha un amasijo de carne deformada, pero no. De hecho, dejando de lado la mirada de absoluto terror, la joven estaba en aceptable buen estado.

El disparo, sin embargo, no consiguió sino enfurecer más al monstruo, quien se giró para encarar a su nueva adversaria. La shinigami no ocultó su desagrado al ver a aquel ser, y le disparó de nuevo… Cuando comienzas a comer almas humanas, la tuya se ve perjudicada. Cuántas más almas consumidas, menos humanos le parecían los asesinos. El poder tenía un precio, tu propia humanidad, que se iba diluyendo con cada asesinato, hasta desaparecer por completo.

Disparó de nuevo. Y otra vez según se acercaba a ella aquel ser vestido con harapos, y siguió disparando sin cambiar su gesto, sin que le temblara el pulso. Y otra, y otra, hasta que vació todo el cargador y tuvo que evitar un martillazo que con toda seguridad hubiera dejado su status de “diosa” por los suelos… Y su materia gris desperdigada por las paredes de los edificios más cercanos.

Rodó por el suelo hacia un lado alejarse del rango de las manazas del asesino y en cuanto se volvió a arrodillar en el suelo, al lado de una farola parpadeante. Siguió descargando la glock en su pecho y estómago como si aquello fuera una práctica más de tiro. Necesitas un arma, dijo para sus adentros mientras rechinaba los dientes, a unos metros de ella, la casi-víctima de aquel ser deforme seguía chillando de manera ahogada, ¿estaría pidiendo ayuda? Porque la joven tenía muchas dudas de que nadie fuera a acudir a ayudar. A

El demonio volvió a lanzarse a por ella, entrando (por fin) en el halo de luz de la farola. Tuvo los dos segundos y medio en que permanecía encendida para poder ligar la sombra del monstruo a las suyas, y antes incluso de tenerle del todo paralizado, disparó sus últimas balas, directamente a la cabeza. Tres veces. Porque no le quedaban más, ya que siguió apretando el gatillo a la espera de que siguiera escupiendo fuego.

Tardó unos instantes en darse cuenta de que todo aquello era en vano. No sólo porque se hubiera quedado sin munición en el arma, sino porque el el demonio no se movía. Y no sólo debido a sus ataduras. Vio cómo la vida se escapaba de su mirada inyectada hacía unos segundos en puro odio y sangre. La sangre seguía ahí, al menos, la que era resultado del enorme trío de agujeros que tenía en la frente. Había muerto. Desató los nudos irreales que les ataban y le dejó caer al suelo. En el silencio que trajo su defunción, sólo se escuchaban los aspavientos de la todavía extasiada víctima.

Y en medio de ese mismo silencio, surgió una pequeña esfera rojiza que flotaba arriba y abajo con parsimonia. La joven se quitó su chaqueta y envolvió con ella el alma. Después se dio media vuelta, dejando atrás el cadáver. Ahora tendría que buscar un cristal para poder llamar al Shibusen y que la sacaran de allí.
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Henrietta Schmidt
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